jueves, 4 de agosto de 2011

LOS RECUERDOS Y EL OLOR A COMINO…

No sé de qué parte me viene ahora el aroma de comino, trayendo además a cuestas el bolondrón de recuerdos que de la Mamá Marina tengo.

La Mamá Marina… pequeña, delgada, blanca como la leche y de cabellos claros, de humor agrio, tan desconfiada como temerosa y valiente a la vez, una combinación que admiro en las mujeres aparentemente frágiles, porque siempre terminan atreviéndose aunque las piernas y la voz les tiemble.

Tengo muchos recuerdos de ella. Sus exquisitas comidas, que si bien tenían el olor característico y peculiar serrano, no he probado igual -siempre he creído que son curativas-, y que además hacía sin libro o receta: el mismo nombre claro, pero con ingredientes más o ingredientes menos… ¡Además sus natillas! Ufff!!, entregadas a cucharadas a nosotros/as en fila india.

Dedicada a su tarea de entrega y sufrimiento. Su vida y crianza no fue distinta de la de su madre o abuela supongo y a la de muchas mujeres, pero la de ella en la ciudad mayormente.

La recuerdo esforzándose porque mi vida sea encaminada, aprendiendo todo lo que a ella le inculcaron como inamovible (valores, posturas, comportamientos, actitudes, ¡pensamientos!), no he pasado mucho tiempo a su lado, pero el suficiente para sentir pequeñas muestras de que su boca intentaba cubrir y esconder bien sus sentimientos más blandos ocultos: el amor.

La recuerdo rezándome (ella que “casi” no creía en el mal de ojo ni chucaques), fuera del Vicús en una de las tantas veces que había pasado el día a su lado y comido tanto (porque no podemos negar que ella tenía cierta compulsividad a mantener la boca llena de cualquiera a su cargo, supongo producto de sus vivencias infantiles de pobreza y escases), e intentando que no volviera a vomitar. ¡Es que yo comía todo lo que me daba!, era débil para negarme a un pedazo de queso, dulce o lo que fuera alimento.

También la recuerdo con su oído de tísica (impresionante), escuchando desde su cuarto un pequeño tosido mío y correr a ponerme mentol en el cuerpo y enfundarme de periódicos, así, semi dormida a cualquier hora de la madrugada.

No sé cómo le hizo, pero aprendió a tejer con la mano izquierda sólo para poder enseñarme a mí a hacerlo ya que soy zurda… claro, yo más bruta en esas artes, jamás, ni allí ni en la universidad aprendí a hacer algo más que cadenitas, es más, sospechaba de pequeña que eso de los tapetes, chompas y otros enseres eran producto de alguna magia que yo estaba imposibilitada a adquirir o heredar. Esa ha sido para mí una muestra de amor inolvidable, comparada sólo con mi voluntariosa querida amiga Paloma Iglesias, que aprendió a preparar arroz sólo porque a mí me gusta comerlo.

Yo no he vivido mucho con ella, y la he sufrido en muchos otros momentos –como otros/as en la familia-, pero ahora que la miro de verdad preferiría verla peleando pero recordando, como cuando le tocaba el tema de su familia y se emocionaba durante largo rato contándome la historia de pobreza económica que contrastaba ampliamente con la felicidad de sus integrantes cuando la muerte no les visitaba aún. De los huérfanos jóvenes luego, del hermano mayor también perdido y de las penurias que pasaron para sobrevivir en Aragoto, así como ella y Efigenia luego en la ciudad. Entre lágrimas y con una capacidad de narrativa y descripción que conmovía…debí grabarle en cuanto pude, cuanto me arrepiento de no haberlo hecho.

Ahora todos esos recuerdos suyos están en algún lugar de su memoria que no pueden ser traídos a la actualidad, porque nadie contaría su historia como sí mismo/a. Yo, no creo que el alzheimer sea la pérdida de la memoria, prefiero pensar que cuando se halle la cura se encontrará la llave del buzón en el que los recuerdos se van metiendo solitos y ya no pueden salir.

Lamento que su enfermedad le llegara antes que el feminismo a mi vida, para tener algo por qué discutir con ella hasta el cansancio. Aún así, me quedo con mi Mamá Marina de esa época, como me quedo con otras personas que pasaron nutriéndola, y enriquecieron mi vida… ni buenas, ni malas, sólo que son, y son parte de nuestra historia para contar.

Me quedo con ese tiempo en que mi abuela era lo más parecido a otra madre, en que a su manera intentaba enderezarme –porque no se puede negar que he sido un dolor de cabeza muchas veces-. Me quedo con su libro de “modales y buenas costumbres para niños”, sus comidas olor a comino, sus sopas serranas, los mates de hoja de naranja y cáscara de mandarina. Los paseos al campo en el volkswagen verde, sus piernas sumergidas en la arena caliente para las várices, su parodia de Mamá Noela, sus tejidos, rosarios, catecismos y cánticos. Me quedo con su terror a los libros rojos, sus misas obligadas de los domingos y su empeño porque aprendiera el Credo y la tabla de multiplicar (con ella y sólo con ella se hizo el milagro que ni los profes consiguieran).


“De colores, de colores se visten los campos en la primavera, de colores, de colores son los pajarillos que vienen de fuera… de colores, de colores es el arcoíris que vemos lucir!! (...)”


                                                                                                                                                Yang